martes, mayo 24, 2011

La société anonyme des lesbiennes


Hasta donde sé, viene causando furor Renacida, el primer tomo de los diarios de Susan Sontag. Entonces, para contribuir un poco, y en especial pensando en aquellos que aún no leen a Sontag, este imperdible texto de Virginia Mayer en El Malpensante.

...

El olor, lo primero fue su olor.
En ese momento yo trabajaba en una oficina que maneja el IRP, Instituto de Profesionales Retirados, en la universidad The New School, en Manhattan. A este programa asisten unos trescientos estudiantes que tienen entre sesenta y noventa años de edad. Así conocí a un montón de personajes interesantes. Había editores, enfermeras, historiadores, escultores, escritores, psiquiatras, maestras, millonarios, publicistas, amas de casa, pintores, trabajadoras sociales, borrachos, fotógrafos... Pensé que lo había visto todo, y entonces conocí a H.
Yo estaba sentada en mi escritorio redactando una carta y me desconcentró un perfume muy fuerte, un olor penetrante, pesado, grasoso, imposible de ignorar. No era que oliera mal, era que olía mucho (más tarde supe que se trataba del Giorgio Beverly Hills). En la oficina solo estábamos mi jefe y yo, así que me paré de la silla y me asomé al corredor a ver quién era. Vi a una mujer muy alta, de aproximadamente ochenta años, que caminaba arqueada hacia adelante, con un bastón y casi apoyándose contra la pared mientras avanzaba. Me llamó la atención su pelo blanco, largo hasta los codos, con capul, y el hecho de que a pesar de tener generosos pechos era evidente que no usaba brasier. Más tarde se la describí a mi jefe porque me intrigaba muchísimo. Él me contó que H había sido modelo de desnudos para estudiantes de arte, y que muchos años después, en 2003, usaría uno de sus retratos desnudos en la carátula de su libro Notes of a Nude Model & Other Pieces. También supe que a principios de los años cincuenta, mientras vivía en París, tradujo la primera versión expurgada de Justine o los infortunios de la virtud del marqués de Sade. Y como si sus desnudos y el marqués no fueran suficientes motivos para querer conocerla, mi jefe agregó que a principios de los años sesenta, mientras H trabajaba como editora asistente para su compañero Bill Ward en Provincetown Review, publicaron la historia “Tralalá” del escritor Hubert Selby Jr., donde se describe la violación en grupo a una prostituta. El relato generó tal polémica que Ward fue arrestado y llevado a juicio. Como su revista se vendía libremente en los kioscos, lo acusaron de venderles pornografía a los menores de edad. Unos meses más tarde, Selby Jr. reescribió “Tralalá” y acabó incorporándola a su novela Última salida para Brooklyn.
La siguiente vez que olí a H, la vi pasar frente a la puerta de mi oficina y salí corriendo detrás de ella. Me presenté y le dije que moría por conocerla, porque me habían contado que era escritora, como yo. Le dije que quería leer su libro, y que ella le diera un vistazo a una novela en la que estaba trabajando y tal vez me diera su opinión al respecto. Mi desfachatez logró que H me abriera las puertas con una sonrisa.
Algunas semanas más tarde nos encontramos en un bar en Christopher Street, yo con su libro y ella con mi manuscrito. H quiso que yo hablara primero, después sería su turno. A ambas nos gustó lo que leímos, y encontramos que teníamos mucho en común. Seguimos encontrándonos y un año más tarde me di cuenta de que había empezado a confiar en mí: nos habíamos vuelto amigas.
–¿A dónde irías si fueras tres días a París? –le pregunté una tarde. Yo quería que me mandara a algún café, a un parque o a un museo, pero para mi sorpresa me contestó:
–Si tienes tiempo y no te deprimen los cementerios, ve a visitar la tumba de Susan Sontag en Montparnasse y le tomas una foto para mí.
París, 28 de diciembre de 2009. Sobre el bulevar Edgar Quinet, entre la estación del metro del mismo nombre y la entrada principal del cementerio de Montparnasse, hay un par de floristerías en las que no te venden flores individuales sino pomposos ramos mortuorios, pero yo no tenía intención de hacer ninguna exhibición sentimentalista, así que, por el momento, Susan se quedaría sin flor.
Caminé por un laberinto de ángeles y cruces de mármol adornadas con coronas secas, muertas. Por una fotografía que había visto en Google, sabía que la tumba de Susan era de mármol negro y que llevaba su nombre marcado en letras doradas. Caminé buscándola por más de veinte minutos hasta que entendí que no podría encontrarla sin pedir ayuda.
Decidí ir a la entrada principal del cementerio para preguntarle al guardia cómo encontrarla. El hombre solo hablaba francés y no entendía lo que yo le preguntaba, así que escribí el nombre de Susan Sontag en un papel. Él se encogió de hombros y se limitó a darme un mapa en el que figuraban las tumbas de los personajes ilustres que pueblan el cementerio.
El problema es que el mapa fue impreso en 2002, y Susan murió a finales de 2004. Justo cuando salí de la caseta de seguridad, pasó a mi lado un camión que transportaba arreglos florales. Me quedé quieta pidiendo un deseo y a mis pies cayó un clavel rosado. Ya tenía mi flor, un clavel para Susan. Pero aún no sabía cómo entregárselo. Pregunté a un segundo guardia tan desinformado como el primero.
Por fin un tercer guardia supo responderme. Mientras seguía sus instrucciones pasé por la tumba de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, que descansan uno al lado del otro. Vi también las tumbas de Charles Baudelaire, Julio Cortázar, Man Ray, Serge Gainsbourg y Marguerite Duras. El cementerio de Montparnasse no es un lugar triste; al contrario. Los mausoleos viven cubiertos de flores, esculturas, pequeñas estatuas religiosas, bustos, serpentinas, espejos y fotos.
Pero la tumba de Susan no parecía haber estado nunca de fiesta. No había nada. El mármol negro estaba cubierto por una capa de polvo y tierra acumulados tras las fuertes lluvias y nevadas de un diciembre particularmente frío. Puse el clavel a un costado de la tumba, y escribí sobre el polvo con mi dedo: “H te mandó esto”.
Me quedé frente a la tumba en silencio, cerré los ojos y me puse a llorar. Sentí una tristeza densa inundándome los pulmones y la garganta. Una tristeza que no era mía. Yo solo era una mensajera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, y sin embargo me sentí inmensamente deprimida. Desde alguna parte del inframundo, Susan estaba recibiendo el mensaje de H que yo le traía.
En ese momento me imaginé a mí misma como si me vieran desde un helicóptero. Me vi de pie en medio de todas esas tumbas y no entendí qué hacía ahí. Entonces me pregunté por primera vez: ¿por qué H me ha pedido que visite la tumba de Susan Sontag?
En 1949, H tenía 21 años. Al tiempo que hacía su penúltimo año en Berkeley, trabajaba en la tienda de libros del campus. Un día entró a la tienda una joven hermosísima que a H le pareció espléndida. Era Susan Sontag, a sus 16 años. No podía dejar de mirarla y sus amigos de la tienda, todos gays, le dijeron: “¡Ve por ella!”.
H era una mujer de piel muy blanca, ojos negros muy expresivos, nariz larga y un metro ochenta de estatura. Tenía el pelo negro largo y capul por encima de las cejas. La voz era ronca y fuerte, capaz de llenar cualquier recinto. Era muy segura de sí misma, sabía que era inteligente y quería conocerlo todo. Además, con ese aspecto tan teatral, sabía que llamaba la atención a donde fuera. Cuando le ofrecieron modelar desnuda para estudiantes de arte no lo pensó dos veces.
H levantó una copia de El bosque de la noche, el libro de culto gay escrito por Djuna Barnes, y le preguntó: “¿Ya leíste este libro?”. Susan ya lo había leído, y después le contaría a H que aunque nunca había tenido una amante, fantaseaba con ser una mujer bisexual en los círculos élite de la bohemia parisina. La atracción entre ambas mujeres fue inmediata.
Durante los primeros seis meses que estuvieron juntas en Berkeley, H aún estaba enamorada de Peggy Tolk-Watkins, su primera pareja, lo cual causaría constantes roces en su relación con Susan. Sontag lidió desde el principio con los fantasmas de viejos amores y los rastros de la retahíla de hombres y mujeres que habían sido amantes de H.
Cuando terminó la primavera, H viajó a Nueva York para cuidar a su hermana que acababa de enfermarse de tuberculosis, y nunca volvió a Berkeley. Fueron pasando las semanas como taxis ocupados y la hermana no se recuperaba. H, desesperada y aburrida, se cansó de esperar y decidió largarse a vivir a París. Les dijo a sus padres que iría a estudiar, y se inscribió en la Alianza Francesa solo para obtener un carnet de estudiante y así poder comer en sus famosas cafeterías. Su romance con Susan había muerto.
Susan, por su parte, fue a la Universidad de Chicago para estudiar filosofía, y allí conoció a quien sería su esposo, el profesor Philip Rieff. Pasaría su luna de miel en Europa y, antes de viajar, le escribió en secreto una carta a H en la que le decía que quería encontrarse con ella en la catedral de Notre-Dame, a espaldas de su marido. Pero H no recibió la carta a tiempo. Nunca se vieron.
Y siguieron pasando los años.
A principios de la década de 1950, en una fiesta de norteamericanos en París, H conoció a una cubana que se convertiría en su gran amor: la dramaturga y directora de teatro María Irene Fornés. H se tendió ebria en un sofá y, pasada la media noche, se despertó al darse cuenta de que Irene se había acostado desnuda detrás de ella, abrazándola.
Irene y H vivieron en París durante tres años, hasta que Irene volvió a Nueva York en 1957. Fue una relación muy tormentosa. La cubana era hermosa, irreverente, volátil, salvaje e infiel por naturaleza. Y H no se quedaba atrás. Eso explica que su relación hubiera sido tan explosiva, como si se hubieran amado encima de un toro mecánico. Ambas eran muy sexuales y continuaron teniendo múltiples parejas de ambos géneros, pues no era un secreto para ninguna de las dos que así funcionaban mejor.
Ese mismo año Susan obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Dejó a su marido y a su hijo en Chicago y se fue para Europa. Susan sabía en qué condiciones vivía H en París, sabía que vivía en habitaciones sucias de moteles y hostales de mala muerte. Sabía que estos cuartos a veces no tenían luz, agua corriente o cortinas. Así vivían la mayoría de expatriados norteamericanos en París, y aun así, decidió abandonar la beca de improviso para estar a su lado.
De nuevo juntas, Susan y H viajaron durante un año por Europa: Madrid, Sevilla, Estrasburgo, Múnich, Berlín, Hamburgo, Atenas, Isla de Hidra, París, y también por Tánger
En la dinámica de su relación, Susan era la aprendiz y H la estaba educando. H le presentaba gente y le enseñaba cosas, le hablaba de libros, películas, escritores y artistas. H creía en Susan y le decía que iba a tener un futuro brillante. James Baldwin, Allen Ginsberg, Nico... El mundo de H era irresistible. Se llevaban solo cinco años, pero H sentía que toda su experiencia la hacía mucho mayor.
Con todo, H era poco tolerante y perdía la paciencia con Susan continuamente. A partir de cierto punto ya no la soportó y empezó a ser cruel con ella. Criticaba la forma en que se expresaba, el movimiento de sus manos, su modo de hablar y como se vestía. Para H era claro que el talento de Susan era invaluable, pero había dejado de ser excitante, no era un desafío y empezó a verla como lo que realmente era: una niña. No soportaba su falta de personalidad y lo vulnerable que era. Iban a cine con un grupo de amigos, y si a todos les gustaba la película, a Susan también. Esto a H, tan independiente, le producía ira, y bastaba con un mal humor de H para que Susan se descompusiera en llanto y sollozos. Entonces H la detestaba aún más porque se convertía en una víctima a la que todos debían consolar.
También dejó de sentirse sexualmente atraída por ella. No le gustaba el olor de su cuerpo, no le gustaba el olor de su entrepierna y solo le hacía el amor con brutalidad cuando estaba borracha, como castigándola. H quería que Susan se largara, pero para su desgracia necesitaba su amor. La sola idea de quedarse sola le daba pánico. Se había quedado sin trabajo y necesitaba su soporte económico. Por otro lado, H empezó a sentir celos, porque hombres y mujeres caían rendidos ante Susan. No soportaba la atención que ella recibía, se sentía eclipsada por su belleza. Susan leyó el diario de H; sabía con exactitud sus pensamientos, pero aun así, a pesar de sentirse patética por mendigar su amor, se mantuvo a su lado.
El viaje a Europa había sido exultante para ambas, pero cuando llegaron a España, H no podía dejar de pensar en Irene. El idioma, el color de la piel y los culos redondos de las mujeres le hacían pensar en Irene a cada instante. H veía mujeres por la calle y cambiaba su rumbo para perseguirlas y darse cuenta de que no eran Irene. Perdía totalmente el interés o cortaba las conversaciones con Susan en seco cuando le parecía que había oído la voz de Irene. No se lo ocultaba a Susan, quien la escuchó hablar de su ex amante innumerables veces, quejándose solo al principio. Al final del verano de 1958, Susan volvió a Estados Unidos para finiquitar su divorcio.
A finales de ese mismo año H regresó a Nueva York. Susan le organizó una fiesta de bienvenida, a la que invitó a todos sus amigos, entre ellos a María Irene Fornés. Esa noche H se emborrachó a muerte, como de costumbre, y se fue de bruces al piso mientras bailaba con una mujer. Se rompió la nariz y su vestido de cachemir blanco quedó lleno de sangre. La fiesta terminó y hubo que llevar a H a la clínica.
Desde esa noche, Susan empezó a salir sola. Solía ir a cine por las noches, veía dos o tres películas seguidas y llegaba a la madrugada al apartamento en el que vivía con H. Un día, H se dio cuenta de que Susan olía a Mitsouko, un perfume de Guerlain que H le había regalado a Irene. Susan e Irene tenían un romance a espaldas de H, y todos sus amigos lo sabían. Todos menos ella. El poeta Edward Field, que era amigo de las tres mujeres, las llamaba Société Anonyme des Lesbiennes. Iban a fiestas juntos, y Susan e Irene se perdían durante horas, se encerraban donde pudieran esconderse, a hacer el amor, mientras H se emborrachaba y coqueteaba con unas y otros.
Una tarde, dos meses después, H llegó al apartamento y enseguida sonó el teléfono. Era Irene:
–Susan está conmigo, quiere que recojas tus cosas y te vayas del apartamento.
–Déjame hablar con ella –le dijo H.
–No –le contestó Irene–, ella no quiere hablar contigo.
H colgó y empezó a temblar (y siguió temblando durante las siguientes dos semanas), empacó sus cosas y se subió a un bus hacia Provincetown, Massachusetts. El sitio era muy familiar para ella. Lo había visitado desde niña en compañía de sus padres y su única hermana, Barbara. Tenía muchos amigos ahí, se sentía a salvo y empezó a reinventar su vida. Fue entonces que comenzó a posar desnuda, y posó para William Niemczyk, quien la retrató en el magnífico desnudo que H usó en su libro Notes of a Nude Model. Durante esos años H publicó poemas, cuentos cortos, artículos y memorias en diferentes publicaciones. Volvió a instalarse en Manhattan, y la isla la recibió con las puertas de sus bares abiertas de par en par. Una noche en la Cedar Tavern en Greenwich Village, H estaba bebiendo con un amigo y cuando se paró al baño un hombre se acercó a la mesa y le preguntó a su amigo cuánto le costaría llevarse a H a un hotel. A H le pareció comiquísimo, y se fue con el hombre acordando un pago de treinta dólares. Sin embargo, esa noche el tipo estaba más borracho que excitado, y entre ellos no pasó nada. El hombre era Louis Zwerling, un marino mercante que luego se convertiría en el marido de H, y el papá del músico Milo Z, el único hijo de los dos.
H decidió volver a la universidad a estudiar educación, y fue maestra en una escuela del distrito en Greenpoint, Brooklyn. Sus alumnos, que hoy en día ya empezaron a tener nietos, se acuerdan de su maestra H en pantalones de cuero negro, y no se sorprenden cuando se enteran que a sus casi ochenta años participó en el documental Still Doing It, que relata las vidas sexuales de un grupo de ancianas. H nunca más volvió a tener relaciones íntimas con una mujer.
Con H, cuyo nombre he mantenido en suspenso para seguir con la costumbre de Sontag al referirse a ella en sus diarios (su nombre completo es Harriet Sohmers Zwerling), nos vemos por ahí una vez cada dos semanas. Ella me recoge en su Pontiac negro, modelo 2002, y casi siempre vamos a comer al Cornelia Street Cafe, en Greenwich Village. Las cosas que sé me las ha contado ella. Le encanta la atención que recibe, le encanta contar su vida, es una muy buena cuentera. Todas sus historias son desparpajadas y poderosas, llenas de intimidades que me comparte sin ningún pudor y sin la menor preocupación por ser juzgada.
La última vez que nos vimos era como si yo tuviera un mugre en las gafas. Seguía dándome vueltas el motivo de su extraña petición cuando fui a París.
–Después de tantos, tantísimos años, ¿por qué me pediste que fuera a ver la tumba de Susan? ¿Por qué querías que le tomara una foto? –le pregunté a H.
Ella me miró seria, frunciendo el entrecejo mientras pensaba qué responderme. Se tomó su tiempo, mientras apretaba su segunda copa de vino con una mano cerrada en un puño y tamborileando sobre la mesa con la otra.
–... porque ya todo el mundo la había visto. Todo el mundo menos yo.
–¿¡Solo fue curiosidad!? ¿Eso es todo?
–Eso es todo –contestó–, ¿qué más podría ser?
Entonces levantó su copa –¡chin-chin!–, se tomó lo que quedaba y, riéndose, me preguntó:
–¿Nos tomamos otra?

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